El Maracaná es ese estadio que, aunque no tengas ni idea de fútbol, ya has oído hablar de él. Es «El Estadio». El miércoles pasado (18), cuando España cayó en el Mundial ante la selección chilena, tuve la oportunidad de estar presente en el Maracaná.
Con casi tres horas de antelación, llegando al estadio de metro, la multitud era abrumadora. De hecho, los carteles nos recomendaban bajarnos en la parada de «São Cristovão», por la proximidad a la puerta F; pero la multitud en el metro nos lo impidió y nos hizo bajarnos en la siguiente parada, «Maracaná». No fue un problema. El bajarnos en la parada Maracaná nos obligó a dar una vuelta al campo, la clásica «vuelta de reconocimiento» que damos en Balaídos antes del partido.
Según me comentaban por whatsapp los que lo veían en la televisión, unos 30.000 chilenos rondaban la zona, contra 3.000 españoles. Se notaba, aunque el hecho de que los chilenos vistieran de rojo daba tranquilidad al asunto.
Pasamos el primer control, un cordón policial a las afueras del estadio: solo entraba quien tuviera entrada para el partido. Pasamos el segundo control, con detectores de metales, más cerca del estadio, y que daba acceso a la zona de Hospitality de patrocinadores. Y por fin, faltando hora y media para el inicio del partido, nos fuimos adentrando en el último control, el acceso al Maracaná. Puerta F, zona 128, fila HH, asiento 5. El Maracaná increíble: amplio, muy cómodo, cubierto, con poca caída y donde parece que todos los asientos tienen una visión perfecta del campo. En mi caso, a uno de los lados de la portería en la que empezó defendiendo Chile.
El campo estaba cubierto de rojo, con muchísimas banderas chilenas, y alguna bandera española. Entre el rojo se distinguían manchas amarillas de brasileños. Los himnos y empieza el partido.
Todavía me pregunto de qué sirve pitar al equipo contrario si no ha hecho ningún tipo de juego sucio. Desde el principio, los brasileños que tuve a mi lado pitaron a Diego Costa, el jugador brasileño naturalizado en España. Puedo entender la rabia, pero no los insultos. Las pitadas se extendieron al resto del equipo español. A cada gol de Chile, los brasileños que tenía a mi lado pitaban más contra España. Los gritos de «Eliminados, eliminados», o «Diego, viado» (Diego, maricón) se repetían por parte de los brasileños en un sinsentido en el que los chilenos se comportaban aplaudiendo a su equipo y -por lo general- callando cuando jugaba España.
Por un momento odié Brasil. Me daba la sensación de que pitaban por pitar, por armar gresca, por incitar a los españoles a la violencia -cosa que no ocurrió, tal vez por la pena con la que muchos salían del estadio-. Pero al cabo de un rato, y con otros comentarios de amigos brasileños mucho mas cuerdos, reflexioné sobre quién estaba realmente alzando un grito homofóbico, un aliento a la violencia entre equipos y un sinsentido incluso político (también se oyó algun «Ey, Dilma, vai tomar no cú», en un partido que no tenía nada que ver con el asunto). No eran «los brasileños», sino una parte del pueblo brasileño que tenía dinero suficiente como para viajar a Rio de Janeiro, para pagar los 270 reales de entrada (casi un 40% del salario mínimo en Brasil), blancos, que alababan la limpieza y el bienestar de Europa pero que al llegar a São Paulo no paraban en los pasos de peatones o tiraban los papeles al suelo sin importarles un rábano. Ese pequeño porcentaje de Brasil, hipócrita, que maneja y transmite esos valores al resto de la masa.
Pero Brasil es más que eso.
Volví a querer a Brasil como un todo, sin dejar de odiar a esos snobs que están creando un infierno de lo que podía ser el mejor país del mundo. Porque de esa gentuza hay en todas partes, solo que, por dimensiones del país, aquí, en Brasil, es mucha.